Diario de lecturas (once)

Por Juan Terranova

Releo, apenas, La filosofía política de la escuela de Frankfurt de George Friedman. Celia se ríe porque recuerdo mal y lo cito diciendo otros nombres parecidos. Friedman tiene una buena idea, muy seductora: el marxismo de Frankfurt es un marxismo tenso porque, en defintiva, Adorno, Horkheimmer, Benjamin y Marcuse, los autores que analiza, eran marxistas de derecha. “Es más productivo leerlos así” dice. Después, pone una pata en el mesianismo judío. No recordaba que el libro fuera tan atrevido, sí sólido en su argumentación y en su prosa, pero no tan atrevido... (Aunque quizás esa no sea la palabra.) Me gustaría no dispersarme y leerlo hasta el final. Los equívocos del marxismo, al menos en la Argentina, son inesperadamente sabrosos.

Hoy me levanté tarde, y mientras me duchaba y repasaba mentalmente el libro me acordé de una anécdota. Hace años, estaba en una revista universitaria con unos amigos y un pibe que publicaba ahí me mostró sus “aforismos”. Por lo general, eran malos. Había uno que decía: “Nada que no sea digno de ser leído más de dos veces debería ser escritor”. Me llamó la atención porque condensaba una especie de ética superyóica que circulaba, en otras versiones, apenas un poco menos toscas, por la facultad. Cuando me pidió opinión le señalé que si se pusiera en prática esa máxima, el ochenta por ciento de lo que se escribe se tendría que borrar. Manuales de uso, horarios de transportes, los menús de los restaurantes, información sobre cines y espectáculos, por no hablar de las utilitarias listas de supermercadob y muchas agendas y ayuda memorias... Todavía no existían los blogs. El autor de los aforismos no entendió el chiste.

Dos meses después hice un viaje a Cuba. Para el avión, me llevé el primer tomo de los Ensayos de Montaigne. Era un libro que quería leer hace tiempo, uno de esos libros a los que les tenés fe, en los que querés entrar con ansiedad. El avión era de Copa Airlines y hacía escala en Panamá. Antes de que despegara, subió un tipo con pinta de panameño y se sentó al lado mío. No me cayó bien, porque yo contaba con ese asiento para estirarme. El tipo había elegido otra lectura. Antes de quedarse dormido, metió en el bolsillo de tela que había abajo de la mesita plegable, un ejemplar de Condorito. El avión despegó y yo empecé a sentir que la revista me hablaba. Simplemente no podía concentrarme en mi libro, que palidecía. Era como si Condorito se riera de mí. Estuve tentado de agarra la revista. No lo hice porque tuve miedo de que el tipo se despertara y me dijera: “Ah, ¿y qué pasó con Montaigne?”. Ahora me acuerdo que también le conté la historia por chat a un amigo que estaba en Minneapolis por un viaje de trabajo. Sentí como se reía on line.